Contraolvido o una necesaría explicación

Para los orientales siempre ha sido tarea fácil endilgarle un apodo, remoquete o sobrenombre al primer vecino, o no, aparecido en su campo visual. Apostados cual centinelas de la vida en cualquier esquina, banco de plaza, cancha de bolas criollas o bodega de pueblo, juzgarán cada oficio, color de piel, cabello, aspecto físico, descendencia y hasta el gentilicio para, por medio de ellos, dar espontáneo nacimiento al impelable apodo. Éste, general e inclementemente, nos ha de acompañar por el resto de la vida, a menos que nos mudemos a otra región y no tengamos en suerte toparnos con un remoto parroquiano gritándonos el nativo sobrenombre. Así, nos encontramos con el oriental estado Nueva Esparta, conformado por tres islas: Margarita, Coche y Cubagua (en orden de tamaño), por tanto, no ajeno a la debilidad de trocar nombres en estridentes remoquetes, algunos de ellos gentilicios expresados de manera natural, dígase margariteño por ser de la isla de Margarita, cochense, por ser de la otra, vallero por haber nacido o habitar en El Valle del Espíritu Santo. Vale aclarar la particularidad distintiva sufrida o gozada por estos últimos: comemango solían gritarnos amigablemente en cualquier parte donde nos identificaban como moradores de la geográfica concavidad, y todo por razones a ojos vista con sólo asomarse por cualquier solar del pueblo para aclarar la posible duda sobre el porqué del generalizado y particular apelativo (envidiado por muchos en tiempos de zafra del sabroso fruto).

No siempre esta criolla manera de identificar a los parroquianos logra extenderse a lo largo del tiempo. Muchas de esas muestras de la inventiva y creatividad populares dejan de existir con la madurez o con la muerte de una generación en particular. No existe la tradición oral para esos pequeños detalles que, seguramente, vistos de manera menos displicente, nos dirían mucho de nuestros viejos hombres y mujeres y sus juventudes. Muestra de ello es el gentilicio de un nombre de pueblo generando (¿o degenerando?) en apodo para todos los habitantes del poblado (algo no muy común o por lo menos no muy conocido en nuestras tres islas). Para intentar corroborar tal afirmación, mientras esto escribía realicé un recorrido mental por muchos pueblos de las islas de Margarita y Coche (en Cubagua no existen poblados), no encontrando similitud entre ellos y la suerte de los nativos de Las Piedras del Valle del Espíritu Santo.

Desgraciada y seguramente por las mismas circunstancias por las cuales han desaparecido el Baile de la Iguana; o La Albercón (mejor conocida como La Bercón del Charal), con pocito y todo, ha sido engullida por el verdor que ayer la arropó, secándose de manera silenciosa y solitaria; o el Bar de Chavolo, poco a poco, pareciera ir desintegrándose; o el Bar-Restaurant La Ceiba se ha transformado en algo indescifrable para quienes vivimos alegres momentos en su terraza, con vista a la Plaza Mariño; o los campos de beisbol de la Escuela Monseñor Eduardo Vásquez, La Monseñor, cedieron sus espacios ante el embate del crecimiento (en éste caso bienvenido), ya nadie recuerda con claridad que a los moradores del pueblito recostado más arriba de la Iglesia del Valle, Las Piedras, se les decía Cangrejos. ¿Las razones? Obvias: estos crustáceos (ojalá aún los encontremos en los ríos del Valle y su hermano menor Río Chiquito) de manera natural viven debajo de las piedras o entre ellas. Luego, si vives en las piedras, has de ser un cangrejo. Inferencia cruel pero lógica.

Debo admitir haber sido víctima de semejante desaparición del recuerdo, o quizá del desplazamiento de la memoria a otros detalles menos o más importantes. No sé. Quiero igualmente reconocer el auxilio a mi desmemoria, responsable de tanta indiferencia e indolencia, brindado un día por el profesor Régulo Hernández, vecino y amigo, quien de manera familiar y con una palmada en el hombro me gritó: “¡Este carajo es un cangrejo!”, para luego completar la faena con una interrogante que sirvió más como punto de información que de otra cosa: “¿Tú sabías que a los piedreros les decían cangrejos?”. Me gustaría que hoy nadie ignorara esa particularidad: una vez, los piedreros fuimos llamados cangrejos. No porque me gusten los apodos o prefiera que nos llamen así, sino porque siento esa ignorancia o ese olvido, para algo tan propio del oriental y nuestro ánimo jodedor, como el camino a la desmemoria de un trozo de nuestras tradiciones y, en consecuencia, de una parte consustancial de nuestro acervo cultural. Me gustaría que hoy La Bercón del Charal aún existiera como monumento, erigido por los campesinos y la naturaleza, en homenaje a lo bucólico de nuestras infancias, acuático homenaje a nuestras desatormentadas existencias, perdidas entre los cotoperís, charas y robles.

Son estos cuentos, escritos desde Las Piedras y sus cangrejos –aunque prive la distancia física–, los primeros en asomar entre la maraña de olvido y desamor pululantes en la vida de quienes tienen el sino de alejarse de sus predios natales. Quisiera con ellos no dejar en el saco de la desmemoria parte importante y de tan grata recordación de mi vida. Espacios y tiempos, amigos y momentos, maceradores y conformadores del espíritu de quien hoy busca afanosamente que no desaparezcan para mostrarlos cual trofeo ante quienes hoy, como yo ayer, no creen en el valor del pasado y miren, con el desdén propio de la irreverente juventud, todo cuanto les parezca añoso, anticuado y, para usar un término muy afín a estos nuevos tiempos: chimbo. Esos compañeros y circunstancias son parte de nuestro ethos, de nuestra particular o común manera de afrontar los días futuros, y responsables, claro está, del cómo les metimos el pecho, las manos o los pies, a los ya pasados.

En ese intento por mantener los recuerdos, deseo que nunca deje de existir, ni siquiera en mi memoria, la entrada a Las Piedras, ésa, la de La Autopista. Empieza exactamente con un puentecito, pisado por muchos y tomado en cuenta por tan pocos, ésa que cuando aparece ante mí, luego de un siempre distanciado y anhelado regreso, no puedo dejar de relacionarla con la entrada a un túnel del tiempo, donde aún encontramos inocencia y vida, parte de esa mágica tranquilidad de antaño. Igualmente, espero no exista el día cuando, parados desde el espacio dejado por el otro desarrollo, el no deseado, en la carretera de La Sierra, y extendamos nuestra mirada en busca del magnífico manto verde, cobijo de nuestro Valle, sólo veamos pequeños manchones vegetales recordatorios del otrora bosque, abrigo de todos los valleros.

De Cangrejos no pretende ser la memoria de nada ni de nadie, es solamente un aldabonazo a mí mismo, a mi manera de caminar por el mundo y hacer odiosas comparaciones con las postales europeas que en algún momento pasaron por mis manos. Es un grito desesperado, ante el estrepitoso ímpetu del futuro, de quien ve hundirse su pasado ante los movedizos fetiches de los nuevos tiempos, tiempos de muchas ausencias estos de ahora, donde cada día somos más ajenos, más extraños y existencialmente más miserables. Es un intento por mantener la memoria de quien sabe, o presiente, que mañana no sabrá ni siquiera quién es él mismo. Es la apuesta por el pasado, es la lucha contra los  cancerberos del presente y futuro sin Historia. Por eso, deseo con mucha fuerza, que ahora mismo, en este instante, alguien se levante y vaya a escribir las memorias de sus días transitados o la fantasía de los por venir, no importa, escribir.