Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero.
Así habló Zaratustra Friedrich Nietzsche
Vivimos la era de lo relampagueante, espectacularidad de los efectos especiales. Época del culto al simulacro, a lo efímero; de la afección, afición por la máxima velocidad, en las vías, redes y en cualquier canal por donde tras ser atrapado circule algún ente, móvil, movible, incluso inmóvil, real, irreal o virtual: atracción por los tiempos de respuesta en fracciones de tiempo insospechables. Característica del Antropoceno, tal celeridad muestra la capacidad y el poder del Hombre, rehén de su inmemorial desquicie: domeñar, someter a su antojo y capricho la natura o, para quienes prefieren denominarla así, Creación Divina, en su afan de superarla y eliminar de una vez por todas los errores cometidos por Dios en su defectuosa Opus Magnun. Su desmesura, colindante con la esquizofrenia capitalista, lo conduce a producir, en serie y en cantidades industriales, todo aquello susceptible de ser producido.
Más allá de cualquier relojería, el quiebre del tiempo lineal, principio rector de su hibrys, y la substracción de todo espacio posible a esa temporalidad, le permiten imponer artificialmente los suyos, con ayuda de su fiel aliada: la tecnología. Compañero inseparable de esa manía de prontitud en la manera de conducirse del hombre postmoderno es el lenguaje de las imágenes: sin su omnímoda presencia serían imposibles sus celajes, proyectiles visuales disparados a mansalva, a diestra y siniestra contra nuestras humanidades, disociadas ex profeso por quienes las producen, evidenciándose cada vez más el uso, rayano en el abuso, de esta impuesta manera de no ser: comunicarnos incomunicándonos, en desmedro del lenguaje escrito. Ya no es un ¡Hola... ¿cómo estás?!, lo leído, sino un emoticón sonriente o malhumorado por nuestra "tardanza", quienes nos hunden sin percatarnos en el agujero negro donde silentes, estoicas, nuestras neuronas una tras otra perecen anquilosadas, víctimas del achicharramiento producido por tan alto consumo de reproducciones productoras de dopamina… Más que las duras, las representaciones constituyen nuestra principal droga. Bien podría afirmarlo cualquier consumidor adicto a las epifanías… Lo valen nuestras necesidades de placer, además exclamaría eufórico bajo los efectos de su alucinación: ¡Ahora si es verdad!... ¡El Reino de la imagen llegó para quedarse!
Todo parecería estar perdido para aquellos diletantes cuyo gusto se aprecia al solazarse en la contemplación y el éxtasis, alejados lo más distante posible de la bullaranga visual, vacío en el que la multitud se hunde, del ruido, no solo mental, producido por el continuo entrechocar de chillonas imágenes, cuya capacidad de distracción a veces se torna inevitable. Aunque de igual manera, como ocurre en todo Imperio, siempre existirán algunos desobedientes iconoclastas, desplazándose a contracorriente, en franco desafío al tributo por ese abuso, decretado esta vez por su predominio, intromisión de la tecnología en nuestra vida cotidiana. Obstinados, resisten, cual árbol plantándole cara a la furia del huracán, no claudican ante el avasallamiento de esta realidad. En esta época, tener un libro entre las manos e invertir una buena cantidad de tiempo a objeto de disfrutar de la lectura de su contenido, más allá del tema tratado y del sí mismo del texto, se ha convertido en una actividad insignificante, cuyos extensos límites colindan con lo subterráneo. Si leerlo es una diligencia realizada en las márgenes, escribirlo hace honor a la locución latina, desde donde se origina la palabra marginación: marginemus originaletus sufrimientus, acusativo de amargo. Menospreciado por la racionalidad instrumental ingenieril, la labor del escritor, joven o viejo, visto desde la lente del arte, colinda con la heroicidad, creemos no tanto por el hecho mismo de pergeñar sus escritos, sino por la dificultad, sobre todo en nuestro país hoy día, por no decir imposibilidad, de editarlos y distribuirlos, actividad hundida, en niveles inferiores al de cualquier catacumba.
De repente, ante ese deslumbramiento, en medio de ese oscuro y profundo pandemónium, obscenidad visual de las imágenes, la multitud obnubilada observa la aparición de un anacoreta de la palabra, quien emerge, no portando una vela o un fanal para indicarnos hacia dónde debemos dirigirnos a fin de escapar del oscurecedor barullo. No pretende alumbrar a nadie ni adoptar la petulante conducta de las icónicas lumbreras, vedettes de las formas superiores del conocimiento, menos aún convertirse en atalaya de la conducta humana, cada quien apañará sus personales, privadas maldades y fechorias como mejor pueda, la mayoría encomendándose al dios más apropiado, acorde con la estatura de su perversidad para que de ella los redima; de las públicas ya habrá algun ente, colegiado o no, a cargo, probablemente no contará con la ayuda de Batman actualmente miembro del Club Bilderberg y Robin, hoy día fuera del closet y conspicuo miembro de la logia LGBTQXYZ... tal vez cooperen el Jefe O'Hara y algunos de los Super Héroes y XMEN inscritos en la Liga de la Justicia; Superman declinó colaborar dada su debilidad, causada por los incesantes ataques de kriptonita, recibidos ultimamente a manos de las huestes malignas agremiadas en la Legion del Mal lideradas por el villano Lex Luthor; en caso de ser insuficiente el esfuerzo por combatir este flagelo tambien podrían colaborar Sandokan, Kaliman y el pequeño Solin, y para el caso de los cangrejos más dificiles de resolver, producto de esta corrupción social, con tal de poner coto a tales felonías podria solicitarse la ayuda del detective privado Philip Marlowe y sus metódos no siempre ortodoxos. Nuestro asceta tampoco desea convertirse en "Iluminado", en todo caso, luego de ser “atrapado” poe ella condescendería en ser tildado de "Iluminado por la palabra poetica".
Entre sus manos únicamente lleva manuscritos, algunos de ellos, amarillentos, signo de haber acompañado durante mucho tiempo al portador, sus códices muestran evidentes signos de haber sido asiduos visitantes de las concurridas tascas y taguaras de aquella Candelaria ya ida, en su lugar cualquier parroquiano puede observar hoy la proliferación de negocios de comida rápida ¡otra vez la prontitud! y bodegones de nuevo cuño. Los ambarinos pliegos además de estar llenos de textos escritos con letra menuda, incluidos los tachones de rigor, tambien presentan maculas grasientas, producidas por la grasa desprendida de las chistorras, y de humedad, consecuencia de las frías rubias derramadas accidentalmente en medio de las amenas tertulias sostenidas con amigos y compañeros de viaje en las tardes y noches caraqueñas en las que nuestro personaje, tras abandonar su bunker, disfrazado de citadino, y flanear por las calles de la ciudad en busca de temas y argumentos para ser sujetos de su escritura, recalaba en alguna de aquellas tabernas ya extintas. Sus garabatos dan vida, claridad a otro tipo de imágenes, ellas dejan su celaje en los pasajes e historias salidas de la fecunda imaginación de este creador, se mueven entre cada una de las líneas de las páginas, vericuetos donde después de sufrir el rigor de su exigencia, disciplina escritural alcanzada a través de su incesante itinerario creativo, discurren sus historias o ficciones.
Su fulgurante desplazamiento se burla de cualquier lectura, pausada o no, cuya velocidad depende de nuestra frecuentemente incauta mirada, muchas veces incapacitada para distinguir la cornisa existente en el breve intersticio comprendido entre una y otra palabra, donde en máxima tensión, ocurre a veces así, nos escamotea la realidad acostumbrada para crear otras en las que quien no se deje seducir por los celajes desprendidos de las cópulas podrá descubrir mundos oníricos, de ensueño, fantásticos y hasta misteriosos, habitados por personajes, también sujetos a cornisas emocionales, prestos a asomarlas, se cuelgan del tiempo, para mostrárnoslas al dejarlas descolgar fuera de cualquier espacio-tiempo posible. Hoy por hoy, en nuestro país, la emergencia de la palabra de Julián Márquez en el universo de las letras americanas, uno de esos pocos desobedientes a las pautas impuestas a las mayorías, constituye una de las posibilidades de escape de ese maremágnum. A temprana edad, desde los años iniciales de su existencia, transcurridos bucólicamente allá en su Caripito natal, signada la mayoría de las veces por la austeridad, cuando no por carencias materiales, aunque tales privaciones no fueron óbice para impedirlo, aquel desgarbado infante dispondría de una alta dosis de imaginería, cuyo florecimiento definitivo posteriormente cuajará en las creaciones producidas por su exigente pluma desde el momento en que decidió convertirse en oficiante de la escritura, permitiéndole tomar por asalto los espacios literarios del país y del continente.
Las historias, reales o imaginarias, ficciones o no, plasmadas en los cuentos y novelas de este escritor venezolano, semejantes a imágenes poéticas, no se dejan atrapar, fácilmente escapan, escurriéndose de las calificaciones y clasificaciones de los taxonomistas de la literatura, cualquiera sea el ámbito y alcance de sus agrupaciones y listas. Su manera de narrar, alejada de cualquier tendencia, moda o ismo artístico, huye de esa narrativa machiche, insulsa, ramplona y trés facile de ser consumida, usual hoy día más allá de lo usual, muy bien pudiera inscribirse junto a la creación artística de Felisberto Hernández, Juan Rulfo y en nuestro país Julio Garmendia, a quienes los aficionados a crear crucigramas ubican en el jaquel correspondiente a raros escritores latinoamericanos. Subterráneos Insondables recoge buena parte de su obra, vertida en cuatro libros fundamentales en la cuentística de este narrador: Los Círculos Solares, Simulacro de Helena, Sinfonía de Caracoles y otras Ficciones, junto con Laberinto de Sombras, permiten a quienes se aventuren a leerlos, hundirse en las íntimas profundidades de las vivencias contenidas en ellos.
Detener, concentrar el tiempo en un instante de esplendor, ese es su objetivo. Tal como el volatinero cada vez que camina sobre la cuerda, Julián Marqués va en busca de la excelencia, y con ella del asombro, empeña su creatividad en lograr la perfección en un segundo, ¿o acaso en menos tiempo?, a fin de obtenerla vuelca sus sentidos en un solo sentido: Partiendo de la realidad del lector, captura allí, en medio de la tensa cuerda formada por las palabras tendidas en cada espacio de la página en blanco, la superioridad de ese instante en el que poniendo en vilo su existencia hace sentir a quien lee la experiencia de la muerte de su objetividad, acomodaticia y malacostumbrada, cuando, aferrado inútilmente a la terquedad de su subjetividad ve surgir al borde de ese abismo, entre palabra y palabra, otra, inevitable e inatrapable, inaprehensible existencia, sólo la sensibilidad de cada leyente podrá rozarla, plasmada magistralmente en ese instante de tensión, alucinación en la que todas las materialidades lanzadas a ese vacío desaparecen atrapadas, subsumidas por una naciente, inverosímil verdad, cuando de la nada el lector ve surgir la invención, realidad superior a la virtual, impuesta por la imaginación del escritor, quien también pone en juego su existencia al caminar por la tensa cuerda de su escritura y verter las palabras, corriendo el riesgo de caer en el vacio comunicacional y quedar hablando a solas, o de cruzarla hasta llegar a su destino inmediato: alli donde efectivamente teje y tensa las tramas, palimpsestos en los que entre cada recoveco narrativo se dilucidan y superponen pasajes de la vida o muerte de sus personajes.
El abordaje de estos cuentos involucra a sus lectores, actores activos de la aventura, si pudiera llamarse así su participación en las desventuras, tragedias siempre anónimas y anodinas (iguales a las nuestras), endosadas a los personajes actuantes en las sutiles realidades y atmosferas dibujadas con maestría por este creador, cuando al adentrarse en el laberinto existencial de cada personaje induce, por no decir obliga, a quien los lea, a sumergirse en los subterráneos, reales o mentales siempre reales, donde cohabitan ángeles y demonios en permanente danza, siempre prestos a saltar y zaherir esa hipócrita sensibilidad instaurada, entronizada mediante la asunción y aplicación de normas prefabricadas por quienes programan nuestras maneras de ser en el mundo, al mantenernos eternamente prisioneros de la tensión existente entre Eros y Thanatos.
Quizás el descenso a los Subterráneos Insondables no sea una experiencia similar a la de Zaratustra tras su milenario exilio, cuando desciende a las profundidades donde se encuentran los hombres; en ellos no está presente la intención de mostrarnos que el camino donde transita su existencia es una cuerda tendida entre el animal y el Superhombre, y allí, en medio de ese abismo, en ese espacio, peor aún, en esa cuerda llamada vida, ineludible, está obligado a asumir el riesgo: conquistar su señorío y su grandeza, aunque también sea otra de sus alucinaciones. ¿Es posible existir en un territorio así? Irrigado permanentemente por el peligro, expuestos a él debemos permanecer siempre alerta. Julián Márquez nos hace descender a esas profundidades para demostrarnos que aunque no haya camino, y sin camino no hay salida posible, aun al borde de abismos y barrancos personales, estamos condenados; las intermitencias de la vital tensión nos obligan y a la vez ayudan a asumir el riego de vivir, hundidos, colgados de nuestros individuales infiernos, pendulando entre miserias materiales y espirituales. La única manera de no caer y deslizarnos hacia esas simas sería existir travestidos de dioses, impolutos, virginales, inmaculados, sin oportunidad alguna de sumergirnos en los avatares que nos aguardan en los insondables subterráneos.